Presentamos a la tortuga. Es tal la falta de inteligencia de la tortuga marina promedio (que es cada tortuga marina, para que nos entendamos), que ni siquiera puede notar la diferencia entre una bolsa de plástico y una medusa.
Eso dice mucho cuando consideras que la comida favorita de la tortuga son las medusas. Como resultado, esta idiota con caparazón se traga bolsas de plástico flotantes en el océano y termina ahogada hasta morir.
Esta dieta de plástico ha alcanzado un frenesí alimentario que ha llevado a esa especie casi al borde de la extinción.
No padece el síndrome del intestino irritable. Ni siquiera unas pocas erupciones bajo ese denso caparazón.
Pero padece de extinción. Es idiota.
Luego estamos nosotros, los humanos. La especie más inteligente de este planeta. O tal vez incluso del universo, hasta que el tiempo demuestre lo contrario.
La culminación perfecta de la curva de evolución. Los niños y niñas de ojos azules de Dios. Los gobernantes de ese punto azul pálido en el cosmos. Los dueños de la tierra, del mar y del cielo. Los valientes corazones que domesticaron elefantes salvajes, leones feroces y caballos galopantes. Los pensadores que superaron el pensamiento del resto. Los inventores del fuego, la rueda y el poder de soñar.
Los virtuosos que unificaron el mundo a través del lenguaje y lo convirtieron en un lugar más pequeño. Los artistas que pintaron techos divinos. Los cantantes que hicieron llorar a los cielos. Los escritores que escribieron la historia. Y los visionarios que escribieron el futuro.
Somos los magos que convirtieron el aire en agua y el agua en luz. Los cerebros que lucharon contra la enfermedad y retrasaron la muerte. Los Einstein, los Tesla y los Musk.
Los genios que pusimos un vehículo en el planeta rojo, un hombre en la lejana Luna y esa bolsa de plástico en el vasto océano.
Los mismos que matamos a esa estúpida tortuga.